Esa mañana, mientras se dirigían al centro comercial, Laura tenía un brillo especial en los ojos que conjugaba en el mismo tiempo gramatical que su sonrisa.
Recorrieron varias tiendas, y mientras ellos miraban y se probaban diferentes prendas a ella se le aceleraba el corazón y miraba a cada rato el reloj del móvil entre nerviosa y disimulada. Nunca se había arriesgado tanto, pero la mezcla de nervios y adrenalina le hacía sentirse viva, rebelde, traviesa.
Entró en un probador y se puso un vestido. Era entallado, con encaje en las mangas, hombros descubiertos y un escote que dejaba entrever el principio de sus preciosos pechos, lo justo para no ser excesivo, lo suficiente para volverle loco. Era corto, muy corto, el final de la tela se volvía transparente y dibujaba con tiralíneas sus piernas embrujadoras. Para terminar el conjunto sus botas negras de media caña. El acento perfecto de su personalidad.
Cogió el móvil, enfocó a la chica sexy del espejo e hizo una foto. Después la envió.
“En seguida estoy contigo mi amor”
Acto seguido se subió el vestido y dejó deslizar sus braguitas negras de encaje, primero por una pierna, luego por la otra y las guardó en el bolso.
Cuando salió del probador se sintió observada. Puede que fuera solo su sensación por ir sin braguitas, pero lo cierto es que las personas con las que había ido la miraban extrañadas.
– Madre mía, ¿vamos de boda? – dijo su hija.
– ¡Guau! – Estás preciosa – comentó su marido con los ojos como platos.
– Me encanta, me lo llevo puesto – respondió Laura.
Cada segundo desde entonces se le hizo eterno, recorrían las diferentes galerías y ella iba absorta en sus pensamientos, con los nervios a flor de piel. Sabía que iba a ser traviesa y se lo recordaba el aire que entraba por debajo del vestido y que acariciaba su sexo desnudo, depilado y húmedo.
¡Vaya! – exclamó – me he olvidado el móvil en el probador. Id a la cafetería de la planta de arriba y os tomáis algo mientras voy a buscarlo.
Recorrió de nuevo las galerías andando lo más rápido que podía andar sin llegar a correr, cogió las escaleras mecánicas y comenzó a bajar plantas hasta llegar al parking. Miró un mensaje de su móvil nerviosa.
“Plaza 35H”
Leía las columnas mientras caminaba apresurada hasta que vio al fondo un coche rojo y apoyado en un lateral su chico. Le dio un vuelco el corazón al ver la sonrisa que se le ponía siempre al verla.
Sin mediar palabra se fundieron en un abrazo. Formaba parte de su liturgia, de su tradición pasional, ya desde el primer encuentro por la aplicación de citas, se vieron y se abrazaron directamente.
El abrazo se convirtió en beso. Sus lenguas jugaban ajenas al resto del mundo y sus cuerpos pegados les transmitían las formas y texturas que tanto ansiaban. Ella notó como crecía el
bulto de su pantalón, buscaba su sitio, su calor de hogar, con tanta fuerza que los botones a duras penas aguantaban la presión.
Ella se separó un poco. Le miró con picardía agitando suavemente las braguitas negras que acababa de sacar del bolso.
– Tenemos poco tiempo – Dijo con una deliciosa sonrisa incitadora.
Él se abalanzó sobre ella para coger su premio, pero rápidamente, ella puso sus manos con las braguitas en la espalda, como si fuera una presa con grilletes, insinuante y con sus pechos desafiantes en aquel escote de infarto.
– No, no. Esto te lo tienes que ganar – le dijo.
Él aprovechó el momento para abrazarla y sujetar sus manos con firmeza inmovilizándola. Empezó a besarla sin contemplaciones, con descaro, como quien coje lo que es suyo, y es que ahora era suya.
Sin dejar de besarse entraron en la parte de atrás del coche, camuflados con los cristales tintados. Ella, con la naturalidad que da la complicidad, con las ganas que da la pasión y las prisas del peligro, le desabrochó los pantalones y grácilmente se subió encima. Sus sexos se buscaron como hacían siempre que estaban juntos, él notó su calor, ella su dureza y con la facilidad de un pez entrando en el agua, se sentó encima y se introdujo su miembro a la vez que dejaba salir un gemido desde el fondo de su alma, directo al alma de él, porque seguían besándose.
Quisieron para el tiempo, y ocultos entre las sombras daban rienda suelta a su pasión entre el vaivén de gente que iba y venía recogiendo sus coches. Él le tapaba la boca cuando pasaba alguien intentado acallar los gemidos, ella no paraba de cabalgarle ajena a todo, sintiendo cada vez más placer de su alma gemela.
– Eres mía – dijo él entre suspiros de placer, mientras le sobaba las tetas y le miraba a los ojos.
– Eres mío – dijo ella entregada, sintiendo placer, regalando placer.
Los gemidos cada vez más intensos, los movimientos más rápidos y violentos anticipaban el clímax inminente. Ella se estremeció juntando sus piernas, convulsionando su sexo en mil contracciones de placer que le transmitían a él más gozo y más placer. Ella se derritió de gusto. El derramó su néctar caliente mientras susurraba un te quiero. Se abrazaron extasiados y sin decir nada se quedaron así, sintiendo sus corazones galopar en las llanuras del amor.
Ella sin salirse de él, le dio las braguitas.
– Ahora, sí. Ya son tuyas.
Él las cogió, con la emoción de un niño cuando abre un regalo de reyes.
– Gracias, mi amor. No sabes la ilusión que me hace.
– No me des las gracias – dijo ella – te lo tengo dicho.
Salieron de su cueva de osos amorosos y se despidieron con un enorme beso eterno que se tornó efímero.
El vio como se alejaba su amor secreto con halo de alma gemela hasta confundirse con las sombras, interrumpido, discontinuo, como líneas de una autopista con destino incierto: hasta la próxima vez que pudieran verse.

Relato participante en la II Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana».

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