Estoy en una discoteca, la música vibra a mi alrededor. Desde la segunda planta, apoyada en una barandilla miro a la gente bailar, dejarse llevar.

Unos cuerpos y otros se rozan, se retuercen. La desinhibición es el punto fuerte de esta noche. Aquí arriba, observándolos, me siento poderosa.

Bebo de mi copa, cierro los ojos y empiezo a moverme al son de la música. Levanto los brazos, contoneo mis caderas, me acaricio, mi melena se mueve al ritmo que marca mi cuerpo.

Soy consciente de cada uno de mis movimientos, noto por mi piel deslizarse la tela del vestido que llevo puesto.

Me encanta la sensación de que tal vez haya alguien observándome. Movida por un impulso empiezo a bailar para alguien a quién no puedo ver. Me dejo llevar. “Seas quién seas, espero que estés disfrutando del espectáculo”.

La canción está en su punto más álgido cuando unas manos se posan en mis caderas. Es un agarre fuerte, poderoso, que envía a lo más íntimo una descarga de pura adrenalina.

Sigo con los ojos cerrados, no quiero girarme, y él no parece tener ninguna intención de querer mostrarse.

N

os balanceamos, nos rozamos, yo sigo con ese baile solo para él a pesar del centenar de personas que hay en el local. Pero aquí arriba, en este reservado, cómo si fuera un palco, solo nos hallamos nosotros.

Cualquiera de las personas que hay abajo, únicamente levantando la mirada podrían observar cómo la mano derecha de mi desconocido acompañante repta por mi estómago, cruzando toda mi parte frontal hasta rozar la parte baja de mi pecho izquierdo. El movimiento me acerca más a él, y mis pezones responden a ese contacto tan cercano. Instintivamente me retuerzo contra él. Se hace palpable su excitación.

Seguimos meciéndonos el uno contra el otro. Mi respiración se entrecorta al notar como su mano sigue ascendiendo, frotando levemente ese pico que se ha alzado en mi pecho hasta dirigirse a mi cuello. Me aparta el pelo dejando al descubierto parte de mi clavícula, dónde, sin previo aviso, posa sus labios y empieza a trazar pequeñas formas con la punta de su lengua para acabar dando un mordisco juguetón que me provoca un leve gemido de placer.

Apoyo la cabeza en su torso dejándole vía libre a esa zona tan sensible que ha empezado a marcar.

Con voz ronca me ordena:

—Abre los ojos y mira a tu público.

Le hago caso movida por la excitación. En la parte baja del local la masa sigue retorciéndose entre sí. Nadie nos observa, pero saber que en cualquier momento pueden hacerlo me excita más de lo que querría reconocer.

Con ambas manos en mi cintura encaja nuestros cuerpos a la perfección. Empezamos a movernos a nuestro propio ritmo, intentando satisfacer una necesidad interior… Sus manos se deslizan por mis muslos hasta colarse por debajo del vestido. Piel con piel, traza un camino que me parece interminable hasta que una de sus manos se posa en el centro, dónde mi cuerpo más ansía ser acariciado. Realiza movimientos circulares, mis braguitas están empapadas y me da igual. Parece no ser suficiente para él, porque con un gruñido aparta ese trozo de tela e introduce en mi interior un dedo, mientras que, con otro, friega ese mágico botón que me estremece sin piedad. Se frota contra mí, me froto contra él.

Ambos jadeamos, sigo mirando hacia abajo. Veo a un chico en la barra observando. Sus ojos están clavados en los míos, en nuestros movimientos. Bebe de su copa y se mueve en su sitio.

—Parece que está disfrutando. ¿Quieres darle algo que recordar? —susurra en mi oído.

Yo únicamente asiento. Quiero más, lo quiero todo. Sentirlo a él, sentir los ojos de ese chico sobre mí mientras el desconocido de mi espalda me hace suya. Ya no pienso con claridad. Solo quiero más. Más, más, más…

El tacto de sus manos desaparece al desabrocharse el pantalón. Yo aprovecho y me acaricio lasciva sin despegar los ojos de ese inesperado espectador que se mueve inquieto y nervioso por lo que está viendo. Le sonrió y se muerde el labio.

—Agárrate a la barandilla.

Le hago caso y lentamente me baja las braguitas hasta que estas quedan en el suelo. Levanta la parte de atrás de mi vestido, dejando la delantera bajada. Manosea mis nalgas, mis muslos y firme, pero sin forzar, me inclina levemente hacia delante para tener mejor acceso.

Se curva sobre mí, aparta de nuevo el pelo de mi cuello y me susurra:

—¿Estás segura?

—¡Hazlo ya! —le exijo ansiosa.

Nada más terminar de hablar me penetra de una estocada y gimo sin que nadie lo escuche. La música nos acompaña y mi querido amante empieza a marcar un ritmo duro, fuerte, que se acaba descontrolando al igual que todo lo que estoy sintiendo. Veo cómo nuestro público se recoloca la erección que el espectáculo le ha provocado y eso no hace otra cosa más que encenderme aún más.

—Así es, déjate ir…

Y lo hago, gimo, me muevo, me estremezco. Él agarra uno de mis pechos y succiona mi cuello mientras me mantiene prisionera en ese bamboleo constante. El clímax está cerca, lo noto. Él empieza a jadear, embiste cada vez más fuerte, más rápido. Ya no sé quién soy, dónde estoy, perdida en las sensaciones, en el éxtasis, en esa mirada, en esa voz… Todo culmina con un gran gemido compartido y entonces cierro los ojos.

No me puedo mover. Nos quedamos quietos un momento. Mi respiración empieza a normalizarse. Me recoloca el vestido y…

—Ha sido un placer —dice y desaparece.

Me quedo unos minutos más asimilando lo que ha pasado, me agacho, recojo mis bragas y bajo con la multitud. Lo encuentro en la barra, le meto la prenda todavía mojada en el bolsillo de su pantalón tirante por delante y le susurro:

—Espero que lo hayas disfrutado, cariño.

 

Por Selene Urcullu

Relato participante en la II Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana».

 

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