Ella nunca se habría fijado en él de no haber visto sus manos, aunque no porque fueran grandes o fuertes o respondieran, ni mucho menos, al patrón físico con que suele asociarse la virilidad. Eran más bien pequeñas y nervudas, y ni sus brazos ni su cuerpo parecían especialmente atléticos bajo la ropa que los cubría, pero era precisamente ese aparente desinterés por exhibir masculinidad lo que lo distinguía en el interminable desfile de torsos desnudos y miembros erectos que, desde la pantalla del ordenador, la miraban tristes y desamparados como cachorros abandonados en busca de dueña.

Como si hubieran cobrado vida propia, sus dedos se deslizaron sobre el teclado.
«Quiero conocerte.»

Llegó la primera a la cafetería donde habían quedado y eligió la mesa más discreta, en una esquina al fondo del local. Cuando él apareció, algo más tarde, se levantó para saludarlo, y al besarlo en las mejillas, cubiertas por una ligera barba rasurada, se fijó en que olía a salvia. Exhibía la misma sonrisa entre tímida y traviesa de su foto de perfil y un curioso anillo con un trébol de cuatro hojas que, por algún extraño motivo, ella interpretó como el presagio de que no volvería a su casa y a sus obligaciones como esposa y madre (comidas y ropa por planchar y una aburrida tutoría en el instituto) sin lo que había salido a buscar, y de que sería él quien se lo iba a proporcionar. Tras unos minutos de charla trivial y de algunas leves insinuaciones, decidió ser ella quien diera el primer paso.

Se acercó a él y lo besó, y sus lenguas se buscaron y enlazaron con una urgencia que era apenas capaz de recordar. Ella deslizó entonces su mano izquierda bajo la mesa, buscó su entrepierna, desabrochó el botón superior de su bragueta y la introdujo bajo su bóxer, donde atrapó y acarició su miembro tibio y aún en reposo. Acto seguido, con la derecha, condujo la mano izquierda de él hacia sus muslos abiertos, para que comprobara que, salvo su cuerpo, no llevaba nada bajo el vestido. Hizo que dos de los dedos del hombre se pasearan por la hendidura húmeda de su vulva y los acompañó suavemente hacia el interior, sin poder reprimir un leve gemido, mientras sentía cómo el pene que sostenía, al compás de sus caricias, se iba desperezando entre sus dedos. Levantó la mirada y observó con secreta fruición al resto de la clientela del local, absorta en sus insípidas conversaciones y ajena al hecho de que entre sus manos palpitara una verga ya erecta y de que unos dedos ágiles y expertos estuvieran explorando la parte más íntima de su cuerpo. Sus ansias de placer se hicieron incontenibles. Se levantó, dejó sobre la mesa el dinero de las consumiciones y cogió al hombre de la mano.
-Vamos.

Cuando, ya en el hotel, al final del reguero de prendas ahora inútiles que conducía a la cama, ella lamía y succionaba su glande y recorría con la lengua y los labios el falo que amasaba entre sus manos, estaba saciando una sed lejana y casi olvidada que solo pudo identificar cuando él apartó con delicadeza los pliegues carnosos que cubrían su vulva, dejó al descubierto la pulpa jugosa de su interior y, sujetando con firmeza sus grupas, introdujo la lengua en el interior de su vagina: esa sed era el deseo de dejarse llevar, de tomar las riendas de su vida, de gozar de su cuerpo y de otros cuerpos olvidando prisas, rutinas y deberes y sin pensar en nada más mientras durara el deleite, de gritar sin que importara quién estuviera al otro lado de las paredes. Arqueó la espalda, introdujo todo el miembro del hombre en su boca y se inclinó hacia adelante para facilitarle la tarea de explorar con su lengua, sus labios y sus dedos hasta el último rincón de su sexo. Una intensa oleada de placer la recorrió poco después, y cuando sintió que él estaba también en camino de llegar al clímax, supo que aquello no podía, no debía acabar así. Dio unos últimos lengüetazos al miembro, se dio la vuelta, acercó su cara a la del hombre y lo besó en la boca.
– Fóllame.

Montada a horcajadas sobre él, buscó y atrapó su pene, húmedo y brillante de saliva, y lo introdujo lentamente en su vagina. Empezó a cabalgar al hombre, despacio primero y a mayor ritmo después, disfrutando de la creciente sensación de plenitud que le proporcionaba aquel miembro ascendiendo cuerpo adentro cada vez con más ímpetu, de sus manos oprimiendo con fuerza sus nalgas, de su boca chupando y mordisqueando sus pezones. Cerró los ojos y se dejó llevar, sintiendo que por fin eran suyas las riendas de su vida. Y cuando al fin llegó el orgasmo gritó, gritó de puro placer como nunca antes lo había hecho y sin importarle quién pudiera estar escuchando sus gritos.

Acercó de nuevo su cara a la del hombre y volvió a besarlo en la boca.

Y entonces él habló.

– ¿Puedo ayudarla en algo más?

Tardó unos segundos en reaccionar. La realidad, al fin, fue recobrando los contornos que había perdido cuando ella había echado a volar: un mapa, unos libros y un ordenador, el olor a salvia, la ligera barba rasurada, la sonrisa entre tímida y traviesa, las manos pequeñas y nervudas que había reconocido nada más verlas y que sostenían ahora un bolígrafo, con el cual tamborileaban suavemente sobre la mesa del despacho de tutorías del instituto, el anillo con el trébol de cuatro hojas. Vaciló unos instantes antes de recordar quién era, dónde estaba, qué había ido a hacer allí, qué era lo que le acababan de preguntar. Lo recordó y sonrió.

Que sí, dijo, que claro que podía hacer algo más por ella, pero que antes, por favor, tendría que cerrar la puerta por dentro, porque se trataba de un asunto delicado e iban a necesitar algo de tiempo e intimidad para resolverlo.

Por Diana Contino, Relato participante en la II Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana».

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