» Cuando vi sus enormes ojos azulados perdí mi miedo al dentista a mis cincuenta y dos años de edad. Él era un chico de piel morena, con un largo mechón de pelo que se dejaba caer hacia un lado de su cara, casi tapándole uno de sus preciosos ojos, él insistía mientras hablaba conmigo en esconderlo dentro del gorro y yo deseaba que no lo hiciera, ya que me encantaba como le quedaba. De aspecto vital, no muy musculoso y mucho más joven que yo, al parecer sustituía a Jaime mi dentista de toda la vida y Pablo, que así se llamaba, me ayudo a recostarme en esa especie de sillón de tortura medieval, subiendo mis piernas que en sus manos parecían flotar. A su orden entreabrí mis labios y un suspiro escapo de ellos.

-¿Estas nerviosa?

-Un poco. Conteste yo quitándole importancia.

Con esa gran mascarilla cubriéndole el rostro, descubrí que sonreía con su expresiva mirada y yo me deshice por completo cuando rozo su mano con la mía, en un instante tranquilizador.

-¡Abre bien esa boca! Si no, no te va a coger.

Y comenzó a reír.

Yo me sonroje y un calor interno recorrió mi cuerpo.

Inicio entonces un ritual de enumeración. Incisivos, caninos, molares, premolares, caries, empastes, mi mente se nublo, ya no oía el irritante y estruendoso ruido del irrigador dental, solo su delicada voz martilleaba en mi mente, cerré los ojos apartando mi vista de los suyos y me deje llevar por mi perturbadora imaginación.

Sus juguetonas manos ya no se encontraban dentro de mi boca, bajaban lentamente hacia mi camisa rozando mi cuello con sus nudillos, abriendo mis botones lentamente y dejando uno de mis pechos al descubierto. Con sus dedos comenzó a masajear mi pezón y todo mi pecho, apretándolo con suavidad para a continuación agarrarlo fuertemente haciéndome estremecer. Mi cuerpo dejo escapar toda la tensión acumulada a lo largo del día y mi relajación fue tal que separe mis piernas dejando mi mojada intimidad a su disposición. El entendió y recorrió mis caderas dibujando círculos pequeñitos hasta llegar a mis muslos cubiertos por una falda, los acaricio con plena dedicación, así como mi clítoris que palpitaba agradecido a sus caricias y retirando suavemente mis braguitas hundió sus dedos en mi sexo. Me agite en ese incomodo sillón como si estuviera en una nube y entonces su voz me hizo regresar de mis ardorosos pensamientos lascivos.

-¡Abre bien esa boca! Me dijo con una mirada traviesa. Creo que te has dormido y me has mordido tres veces el dedo. Y comenzó a reír.

Otra vez volvía su mirada de cielo a perturbarme. Sentí mis muslos empapados y una sensación plena. Jamás ir al dentista me había resultado tan excitante, de hecho en mis veintidós años de matrimonio nunca me había dado el lujo de fantasear de esa manera.

Al despedirme volví a fundirme en sus ojos, un suspiro escapo de mis labios nuevamente pero él ya no pregunto por mis nervios, solo me agarro la mano con simpatía e hizo deslizar un papelito entre mis dedos diciéndome.

-No olvides morder manzanas que son estupendas para la higiene bucal.

Al salir a la calle agradecí la suave brisa refrescante de otoño y descubrí la frase que el papelito escondía en su interior.

¿Te atreverás a morder la manzana? Y un número de teléfono con su nombre.

Nunca había estado tan segura de mi misma, de mis pensamientos, de mi manera de actuar, de mi decisión tan acertada.

Aquel día de otoño en la puerta de una clínica dental me sorprendió la vida contestando en voz alta, y ¿Por qué no? Las manzanas son estupendas para todo.»

 

Relato participante en el Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana»

 

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