Cloe vivía en el centro del país, y una mañana tras haber tenido un tórrido sueño en el que un marinero la seducía en un barco decidió que tenía que hacer un viaje al sur. El destino elegido fue Punta Umbría. El pequeño hotel donde se alojaba estaba a pie de playa. El primer día decidió cogió su pamela y una toalla y disfrutó muchísimo al mirar el mar sintiendo que su sueño podía convertirse en realidad. No tardó mucho en darle forma a sus fantasías porque al día siguiente mientras entraba y salía de las coloridas tiendas de la calle Ancha, encontró un cartel en el que anunciaban un viaje a Huelva capital en canoa. Leyó los horarios sin ni siquiera pensárselo. Quedaba un cuarto de hora para la próxima salida y decidió embarcarse.

Al llegar al puerto, se puso en cola. La tripulación ayudaba a subir al pasaje. Al llegar su turno sintió que una mano fuerte le sujetaba el brazo y al levantar la cabeza se encontró con unos ojos de un verde intenso que se clavaron en los suyos. El joven sonrió diciéndole:
—Tenga cuidado, señorita.

Cloe sintió la fuerza del apretón y el calor persistió incluso un rato después de que la soltara. La mayoría subía a cubierta para admirar el paisaje y se limitó a seguirlos. El olor a sal era persistente. El viento soplaba fuerte revolviéndole el pelo y moviendo los toldos de los chiringuitos de la orilla como si fueran coloridas cometas.

De pronto se sintió mareada y decidió bajar a la zona interior. Se sentó en la primera fila, a la izquierda de un pequeño bar y frente a un salvavidas naranja que le dio seguridad porque apenas sabía nadar. Entró al baño y se echó agua en las muñecas y las sienes. Al salir se dio cuenta de que no había nadie más, todos estaban arriba o en la cubierta. Y para su sorpresa vio pasar al joven y volvieron a cruzarse sus miradas.

Se sentó algo fatigada y tuvo que ir varias veces al baño. Una de esas veces vomitó y se puso la blusa perdida. Fastidiada no tuvo más remedio que echarle agua en abundancia para limpiarla.
—¡Mierda! ¡Y hoy no me he puesto sujetador! —dijo al mirarse en el espejo del lavabo.

Regresó a su asiento, y al instante, el joven volvió. Miró con descaro su blusa, pero no dijo nada. Ella le devolvió la mirada sin mostrar ningún rastro de pudor.

El chico se metió en el pequeño bar y preparó una mezcla de bebidas con un par de gruesos hielos y salió con prisa de la estancia. Cloe tuvo necesidad de ir otra vez al servicio y cuando iba a cerrar la puerta notó que algo se lo impedía. Era un zapato oscuro, y su dueño aquel joven de ojos verdes intensos, que entró al baño sin disculparse siquiera, y cerró la puerta con los dos dentro.
—¿Cómo estás?
—Mejor, gracias —le dijo ella sintiendo que su sola presencia la excitaba y dándose cuenta de que ya no se sentía mareada.
—No he podido evitar fijarme en tu blusa y tengo que confesarte que me has vuelto loco en un instante.

Cloe sintió una ola de calor que le subía del pecho a la cara, al recordar que había vivido un momento parecido en su sueño. El marinero ni siquiera esperó que ella hablara, se agachó un poco para ponerse a su altura, y besó sus labios con ímpetu haciendo que sus lenguas se encontraran en una inesperada y lujuriosa danza. El baño era estrecho por lo que tuvieron que apretarse más. Las manos de él se deslizaban por la húmeda blusa en busca de unos pechos que un rato antes adivinó desnudos, y que ahora estaban enhiestos de deseo dejándose llevar por sus caricias.

Cloe no podía creer lo que le estaba sucediendo, no podía pensar, se dejaba llevar por las sensaciones que la envolvían. Con una mano aferrada a la fibrosa espalda de él y con la otra a su trasero notaba como el deseo de él crecía y una punzada de calor recorrió su entrepierna. Un brusco vaivén del barco al virar hizo que por un momento se diesen cuenta de donde estaban y el joven la soltó con una sonrisa en los labios y los ojos brillantes.

—No quiero dejarte así, pero tengo que irme. Si nos pillan me juego el puesto —le dijo mientras le volvía a sujetar la cara y posaba sus jugosos labios en los de ella.

Cloe esperó un poco para salir y se arregló la ropa y el pelo. Solo había una madre con su hija y las dos miraban por la ventana hacia el puerto que ya estaba cercano. Él estaba en el bar simulando servir una bebida en la que solo puso agua y hielo.
—Perdone, señorita —disimuló acercándole una pequeña bandeja.

Al cogerla Cloe vio una nota bajo el vaso en la que había un número de teléfono además de unas palabras:“Te espero esta tarde para continuar donde nos hemos quedado…”

Mientras se tomaba el agua, vio que el joven cruzó unas palabras con un compañero de tripulación y volvió a salir. Cloe, recordó lo que habían estado a punto de hacer en el baño y notó una punzada de deseo.

Llegó la hora de bajar del barco, y él la sujetó de nuevo para ayudarla.
—Tenga cuidado, señorita.

Sus ojos volvieron a encontrarse y ella asintió imperceptiblemente. Ese movimiento nimio, hizo que los ojos de él brillaran contagiándola de su ardor de nuevo.

Mientras se alejaba, Cloe sujetó la nota entre sus dedos y la apretó con fuerza contra su pecho sintiendo aún el ardor de las caricias. Tenía toda la tarde para pensarlo. <<A lo mejor, voy de compras y luego me arreglo un poco…>>, se dijo sonriendo.

Relato participante en la I Edición del Concurso de Relatos Eróticos de Gleeden «Muerde la Manzana»

 

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