Todo se siente más intenso de noche:

la tristeza cuando hay dolor

y la soledad, cuando hay silencio.

¿…?

LA SOLEDAD DE LA NOCHE

Das un respingo en la cama al sentir como se abre la puerta de la casa. Inconscientemente te giras hacia la ventana y te colocas en posición fetal. Se ha quitado los zapatos en la entrada y oyes sus pasos por el pasillo, amortiguados por los calcetines. Aprietas fuertemente los ojos. Ni tan siquiera quieres abrirlos un instante para ver en el despertador la hora que es. Te da igual. El caso es que está en casa. A continuación, entra en el dormitorio, se sienta en el colchón y se desnuda. A oscuras, no ha encendido ni una sola luz, aparta las sabanas y sigilosamente se introduce en su lado. Él duerme siempre decúbito supino, y desnudo. Oyes su respiración, muy quedamente, y te lo imaginas mirando al techo.

¿De dónde vienes, amor mío? ¿Con quién has estado? Te preguntas con los ojos empañados. ¿Qué nos está pasando? ¿Por qué has dejado que la rutina y el aburrimiento se hayan instalado en mi vida?

La melancolía se clava en tu pecho y te asfixia lentamente. Por más que te dijeran los cantos de sirena que se estaba apoderando de ti, que estaba anulando tu personalidad y moldeándote a su imagen y semejanza, eres incapaz de dejarlo. Cuantas veces has estado a punto de enfrentarte a él, de reunir las pocas fuerzas que te quedan, y de gritarle, ¿¡por qué me haces tanto daño!? Pero en su lugar, has cerrado los ojos, y has ahogado el llanto en la soledad, compadeciéndote de ti misma. Tu amor por él es demasiado fuerte.

Y ahora añoras cuando se colocaba a tu espalda y te besaba en el cuello y en el lóbulo de la oreja izquierda. Siempre en la izquierda. Tenía fijación por ella. Y como tú apretabas los dientes, cuando jadeaba. Y cuando se rompía dentro de ti, la presión de sus manos recogiendo en ellas tus pechos, se relajaba.

Tú nunca te has sentido cómoda con esa forma de hacer el amor, porque por tu educación religiosa —llegaste virgen al matrimonio—, pensabas que aquello era un acto contra natura, pero un día él te lo pidió, y tú, sumisa, aceptaste.

Al igual que pasó cuando te exigió que le hicieses una felación. La repulsa que te dio la primera vez. Pero a él le gustaba, y tú lo complacías. Y lo que más le excitaba es que le mirases a los ojos. Era una forma de demostrar su superioridad sobre ti. El de pie. Tú postrada de rodillas. ¡Qué mejor humillación!

Y ahora, te lo imaginas con su miembro flácido reposando sobre sus muslos, y sientes un deseo incontrolable de acariciarlo. Pero el orgullo te lo impide. Y entonces piensas que castigarlo a él, supone castigarte a ti misma, así que con la mano temblorosa buscas el contacto de su piel, y para tu sorpresa, solo encuentras las sábanas.

Te incorporas, y no das crédito, pues su lado de cama está vacío. ¿Qué pasa? ¿Qué todo ha sido un mal sueño? ¿O quizás, un bonito sueño? Y ahora sí que te giras y miras los números fluorescentes del despertador. Son las dos y cincuenta y ocho. ¿Con quién estás mi amor? Con tu amante, ¿verdad? Vuelves a pensar.

Te acuestas de nuevo y tus manos se dirigen a tus braguitas, que están totalmente húmedas, como tus ojos. Introduces ambas manos debajo de ellas, y empiezas a maniobrar en tu sexo, primero muy suavemente y después… después como si te fuera la vida en ello, hasta que alcanzas un orgasmo que casi te deja sin sentido.

Te relajas pensando lo triste que llega a ser la vida, cuando te das cuenta de que ya no eres tan importante para la persona amada, como tú creías que eras.

Y entonces clamas en tu interior: ¡La soledad no es estar sola, es sentirse sola!

Por Tomás Bernal, relato participante en el I Concurso Gleeden de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana»

 

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