La nueva esclava resopló, y yo sonreí complacido al verla recoger los restos de mi cena. Poseía un carácter más propio de un muchacho, y sus dotes para la cocina eran desastrosas. Apenas llevaba dos días bajo mi techo, y ya había roto tres vasijas. Desconocía si lo hacía aposta o es que en tierras britanas las mujeres valían menos que una mula, pero si no cambiaba pronto de actitud, tendría que darle unos latigazos delante del resto de los sirvientes.

No deseaba marcar su espalda pálida y sin imperfecciones con un instrumento de tortura, sino con besos candentes que hablaran de quien era su dueño.

Podía considerarse un bonito trofeo para un general romano, distinguido y condecorado, que volvía de aquella invasión con la princesa de una tribu celta. Su padre no opuso resistencia al ver a mi compañía avanzar a caballo, portando los estandartes de nuestra nación, fue él mismo quien me la entregó, sin yo proponérselo, a cambio de que no atacara a su pueblo.

La empujó en mi dirección, haciéndola caer de rodillas. Unos rizos rojos e indomables le cubrían el rostro, y me imaginé sosteniéndolos en mi puño.

vPronuncié una orden en mi idioma, no creí que la entendiera, pero lo hizo, y con furia, escupió en el suelo, dejando patente su descontento.

No pasaba de los veinte años, y bajo las ropas holgadas vislumbré sus pechos turgentes y llenos, preparados para el deleite de un hombre.

Volví al presente, agarrando su muñeca cuando vi que se llevaba mi copa de vino.

—Siéntate sobre mis rodillas —ordené, y por encima de su hombro, el resto de las esclavas, viejas y sin gracia, se removieron, incomodas—. Iros a vuestros aposentos, quedáis libres de toda tarea para lo que resta de día.

Con la cabeza agachada, salieron a toda prisa, hasta mi guerrera celta lo intentó, cosa que me hizo soltar una carcajada.

—No, princesa, tú debes quedarte aquí. Ahora, siéntate —un gruñido reverberó en mi garganta. El dulce peso de sus nalgas no sería suficiente para aplacar mi sed, necesitaba probarla, en todos los aspectos.

Sus ojos verdes centellearon, no podía evitar la rabia que la invadía por su lamentable situación y, en parte la entendía.

Con cautela se acercó a mí, los harapos que la cubrían mostraban un hombro desnudo, lleno de pecas. Las tenía por la cara, por el escote, y quizás tuviera alguna entre sus piernas. En tal caso, no quedaría ningún rincón de su cuerpo por revisar.

Había tomado un baño en un barreño minúsculo, y toda ella desprendía un exquisito aroma a jabón.

Tomé un rizo entre mis dedos y jugué con él, ante su mirada desdeñosa. Ninguna mujer se había atrevido a semejante osadía, por temor y por respeto hacia un hombre importante. Me enfurecía, me fascinaba y excitaba hasta límites que ni yo mismo conocía.

—Desabrocha tu vestido, esclava —señalé el nudo en su hombro derecho, y con manos temblorosas cumplió mi mandato. Sus mejillas enrojecieron y sonreí—. Quiero ver tus pechos.

Aquello último la paralizó, y empujado por un fuerte deseo, la ayudé en su tarea.

—Por Mercurio…

El aire abandonó mis pulmones al contemplar sus pezones, rosados y tiernos, que se convertirían en el último manjar que probara esa noche. Sostuve sus pechos entre mis manos, cargados, dos gotas de agua perfectas, y la joven suspiró.

—¿Algún hombre te ha tocado?

Negó con la cabeza, mientras pellizcaba la pequeña protuberancia, arrancándole un suspiro, e impulsado por ese dulce sonido, la tumbé sobre la mesa con un movimiento rápido.

El sudor perlaba mi frente, y volví a sentir la sed que me consumió desde el primer instante que la vi.

Abrí sus piernas sin esfuerzo y fascinado, contemplé el triangulo rojizo de vello, esperando por mí.

Respiré con dificultad, sintiéndome endurecer, y con delicadeza, abrí su flor brillante, dispuesto a descubrir todos sus secretos.

—Eres muy hermosa ahí abajo, princesa —murmuré, con el rostro a escasos centímetros de la carne sensible y palpitante.

Mi boca se apropió de ella, una caricia larga e intensa para explorar su centro, y complacido, bebí de las primeras gotas de su esencia. Una nota dulce llegó a mi paladar, y juré por los Dioses, que no probaría un manjar igual.

Su mano descendió lentamente, pasando por su vientre, deteniéndose en la perla rosada, que escondía un goce ancestral.

Y para mi sorpresa, comenzó a frotarla.

—Conoces el placer sin necesidad de un hombre —farfullé, sintiendo la lengua seca, perdido en la deliciosa lentitud con la que movía los dedos.

Una sonrisa ladina tiró de sus labios, y me uní a sus caricias, desatando los espasmos de su cuerpo, que se retorcía en busca de mi toque.

Rocé sus pliegues, y arrastré su ambrosía caliente, fuego líquido, y cerré los ojos, inundado por las sensaciones que la joven esclava me proporcionaba. Había decidido que la tomaría cada noche para descubrir los rincones prohibidos de su cuerpo.

Nuestras respiraciones se mezclaron, y la delicada visión de sus pechos llenos tensó mi ingle hasta hacerme jadear. Necesitaba sentirla a mi alrededor, un guante de seda envolvente, que desprendería una exquisita calidez.

Me apoderé de sus labios, en un intento desesperado por no tomarla allí. Quería que continuara siendo doncella para jugar con ella y abrasar su piel de con mis besos candentes. La esclava de Britania con el cabello color del fuego y mirada desafiante, resultaba un agradable bocado para un hombre como yo.

Y consumido por ese deseo prohibido, froté mis caderas contra su centro, sus uñas clavándose en mi espalda al mismo tiempo que su espalda se arqueaba.

Tocó la cumbre del placer soltando un grito entrecortado y me dejé arrastrar con ella, sucumbiendo a sus encantos de mujer para convertirme en su esclavo.

Relato participante en la II Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana»

 

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