» Fornido, cincuentón, canoso. No está mal para su edad. La observa desde el otro lado de la plaza. Ella sabe bien que la está mirando. Se hace la despistada. Hace calor, el sudor se le pega a la blusa, la blusa a la piel. Sentada en el banco de piedra, descruza un poco las piernas. Los ojos del hombre pasean bajo su falda. Abre un botón de la blusa y —para que vea bien el canal por donde los barcos naufragan— se echa hacia atrás y arquea la espalda.

Se levanta. Camina decidida. A cada paso que da con los tacones, ondea las caderas, roza bien muslo con muslo, crecen las ganas. Por el rabillo del ojo comprueba que él también se levanta.

Baja las escaleras. El hombre la sigue. No vuelve la vista atrás, pero está segura de que está entretenido con el vaivén de sus nalgas. Avanza. Al doblar la esquina lo espera. Llega. Humedece sus labios ¿Me buscabas? Lo besa con necesidad primitiva y, mientras con una mano comprueba la rigidez de su éxito, deja que le meta la lengua hasta la garganta. Son las tres de la tarde, en la calle no hay ni un alma. La apoya contra la pared, le levanta la falda, le desabotona la blusa. Espera, dice ella, ¿cómo te llamas? Bartolomé, contesta. Qué nombre tan poco sexy, piensa. Yo Laura. Aquí no. Lo toma del cinturón y se lo lleva a casa.

De pie, en el zaguán, los dedos de Bartolomé se le enredan en el pelo rizado y deja que la atraiga por la nuca hacia su boca. Laura le roza apenas con los labios y se retira para luego besarle como si no hubiera un mañana. Con un solo movimiento se saca la blusa por la cabeza descubriendo los pechos. Le brillan los ojos. Con las uñas pintadas de rojo le desabotona la camisa a su presa, sin prisas, para que no se arrugue. La coloca en una percha. Siempre le gustaron las camisas de hombre bien lisas, impecables, pero no es el momento de pensar en lo que cuesta plancharlas.

Es alto, robusto, huele bien. Se aprieta más contra él para que la tome por la cintura y note la curva pronunciada de sus caderas, vertiginosas como una carretera de montaña: todo abismo tras la orilla. Termina de desnudarle. Pasa la yema de los dedos por su espalda y le clava las uñas en los glúteos a sabiendas de que le quedarán marcas. Se anima. No conocía esta faceta propia, pero cree que le dará más alegrías que veinte años de ama de casa.

Sigue. Le besa el cuello y los hombros al tiempo que acaricia sus brazos. Con los labios va trazando caminos por su pecho. Bartolomé hace ademán de tocarla, pero ella tiene el control, así que le agarra las manos bien para que no las mueva, se agacha y arrodilla en el suelo frente a él. Sigue recorriéndolo con la lengua. Se detiene y le mira sin pestañear, con la boca entreabierta, para leer en sus ojos si quiere que continúe. Él echa los hombros hacia atrás y se recuesta contra la puerta. Es el código mudo, la señal que ella espera para actuar. A ratos imagina que es una gata que se lame las heridas. O quizás una niña que disfruta de un polo de fresa antes de que se derrita y termine por desaparecer. O no, más bien una pantera que busca calmar una forma insaciable de sed.

Luego se lo lleva a la habitación. Se tumba. Ronronea. No hace falta cerrar los ojos en esta penumbra, pero los cierra para dejarse hacer. Pone los brazos detrás de la cabeza. Ahora le toca a él, pero Bartolomé mira el reloj, se levanta de repente, abre la nevera y se pone una cerveza. Vuelve al dormitorio. Coge las pantuflas y el pijama y se acuesta en el sofá del salón a ver el fútbol.

Laura se levanta. Mientras le plancha las camisas piensa en otro jueguecito que reavive la chispa mañana.»

 

Relato participante en el Concurso de Relatos Erótico «Muerde la Manzana»

 

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