El destino, siempre nos sorprende, pensaba Carlota.

Todavía recordaba aquella tormentosa mañana en la que agotada por el peso de una relación que se estaba hundiendo, se dedico a deambular como un fantasma bajo la lluvia.

Ensimismada en su drama personal, Carlota no se había dado cuenta que, aquello que había empezado como una fina lluvia, se había convertido en un fuerte aguacero que hacía ya rato le iba empapando.

Cuando comenzó a sentir el frio, calada hasta la medula y sin un taxi a la vista, comprendió que lo mas prudente sería guarecerse lo antes posible y sin pensarlo dos veces, se metió en un cine.

Jamás había asistido a una matiné, pero deseaba dejar de dar vueltas a la cabeza y olvidar el pozo en que se había convertido su relación.

El cine estaba vacío.

Acababa de comenzar la película cuando alguien se sentó a su lado.

¡Vaya por Dios! El cine vacío y tiene que sentarse aquí, refunfuñó Carlota.

Cinco minutos mas tarde, notó un suave cosquilleo en el muslo, no se movió, no miró quien se sentaba a su lado, no hizo gesto alguno, quizá solo había sido su imaginación.

No, No era su imaginación.

Volvió a notar el cosquilleo, esta vez mas firme, mas seguro de poder continuar.

Aquello le pareció un poco viejuno, actitudes de otros tiempos donde el sexo estaba tanto en la fantasía como en el propio sexo y por lo tanto, la satisfacción era mayor y… sin poder evitarlo, notó como sus bragas se iban humedeciendo de una viscosidad que ya anticipaba lo que podía suceder.

Sin mirar quien se encontraba a su lado, sin decir nada, se colocó la gabardina por encima, abrió las piernas y se dejo hacer por aquella mano suave y experta que modulaba la presión sobre su sexo según convenía para hacer que cada movimiento fuera mas placentero que el anterior.

El goce era tan intenso, que casi al borde del éxtasis, Carlota tomo la mano de aquel hombre y la dirigió jadeando de placer hacia su vagina obligándole a que le introdujera dos dedos que con suaves movimientos de vaivén, hicieron que no pudiera aguantar más y con un suave gemido estallara en un brutal orgasmo.

Cuando consiguió recuperarse de aquella experiencia y aun con la mano de aquel extraño dentro de sus bragas, Carlota introdujo la suya para acariciar la de él.

Notó una mano fuerte, poderosa, y a la vez suave para acariciar y para satisfacer.

Le llamó la atención un anillo, debía ser un sello porque la parte superior era cuadrada y rugosa.

Cuando todo terminó, el se levantó sin pronunciar palabra y desapareció en la oscuridad de la sala.

Carlota, sin salir de su asombro, se recompuso un poco y salió tras el pero no llegó a tiempo de saber hacia donde se dirigía.

Mejor así, pensó Carlota, esto ha sido una barbaridad.

Quizá fuera una barbaridad, sin embargo, en un estado de agitación casi adolescente, Carlota volvió al cine al día siguiente y como el día anterior, a su lado se colocó su amante anónimo que esta vez rizando el rizo, le tomó de la mano, sin brusquedad, con dulzura y la condujo a los baños.

Siempre amparados por la oscuridad entraron en un aseo, no se vieron, como los ciegos, reconociéndose por el tacto se palparon con pasión, con urgencia.

El levantó la falda de carlota, y siempre colocado a su espalda pasó con suavidad los dedos por encima de la braga de esta notando al instante como la fina tela se iba empapando.

Le bajó la braga y apretó su cuerpo contra la pared.

Carlota notó en sus glúteos la tremenda tensión del sexo de él completamente erecto y trató de darse la vuelta pero el se lo impidió sujetando su espesa cabellera con una mano y besándola en el cuello.

El se sentó en el váter y sentó sobre su miembro a Carlota que ya libre de sus bragas sentía apretándose contra sus glúteos los muslos de el.

El separó suavemente las piernas de Carlota y frotando con delicadeza en su húmeda abertura le hacía gemir.

El placer de ambos era tan intenso que apenas podían hacer movimientos a menos que desearan correrse y no querían, deseaban alargar ese instante hasta que no pudieran mas y así sucedió.

Con un pequeño movimiento casi involuntario, se corrieron al unísono con un placentero quejido.

Se vistieron precipitadamente y como en la anterior ocasión, él desapareció nuevamente en la oscuridad.

Siguieron así los días, las semanas, sin saber quien era el misterioso desconocido que había cambiado su rutinaria y triste existencia, Carlota estaba encantada de aquella doble vida.

Siempre había sido del mismo modo, anónimo, misterioso, oscuro y sobre todo placentero, muy placentero.

Carlota supo quien era el enigmático sujeto cuando al despedirse de su ex pareja en el bufete que había llevado su divorcio saludo de forma protocolaria al abogado del caso.

Inmediatamente, al tomarle la mano, el vello se le erizó reconociendo su suavidad y ese anillo cuadrado y rugoso que le resultaba tan familiar.

Relato participante en la II Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana»

 

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