Maureen volvía a casa al haber finalizado otro intenso día de trabajo, intentando mejorar los números de la empresa de venta y alquiler de maquinaria, de la que ella era CEO.

Tras bajarse de los tacones y quitarse la americana, se sirvió una copa de vino esperando a que llegase su esposo.

Apenas había mojado los labios cuando la puerta se abrió.

Su marido entró por la cocina y mientras le daba un nimio beso, le dijo que iba a ducharse que estaba agotado. La historia se repetía un día más. Después de haber pasado un tiempo en el paro, había encontrado un trabajo de camarero a media jornada, pero parecía que eso había conllevado a tener a Maureen sin apenas relaciones, y cuando las tenían, parecían más una obligación que una devoción.

Pero Maureen no tiraba la toalla y le siguió hasta la ducha, desnudándose poco a poco hasta meterse y besarle en la espalda.

Él se dio la vuelta y la apartó con sus brazos diciéndole:

-Hoy no, Maureen-.

Salió de la ducha, cogió su batín de seda y envolvió su cuerpo como si se sintiese sucia y regresó a por su vino.

Mirando por la ventana con la cabeza dispersa, hubo algo que la devolvió a la realidad: habían alquilado el piso de enfrente tras meses vacío, y el inquilino que dirigía a los hombres de la mudanza era un madurito muy, muy sexy con una camisa semi-desabrochada y unos vaqueros que le sentaban de maravilla.

Se quedó observando un buen rato, hasta que él dirigió su mirada hacia la ventana y ella se apartó de golpe. Tras unos segundos, volvió a asomarse lentamente y al comprobar que no estaba, se quedó contemplando al infinito un momento más, recordando lo que acababa de ver y había despertado un cosquilleo en su interior.

A la mañana siguiente, mientras Maureen se preparaba el desayuno, no se podía quitar la imagen de su nuevo vecino de la mente, al tiempo que su boca esbozaba una inocente sonrisa. Al levantar los ojos de la batidora su pulso se detuvo. Su vecino estaba paseando por la casa en ropa interior y lo poco que dejaba a la imaginación ya estaba cogiendo forma en la cabeza de Maureen.

De repente, una fuerte ráfaga de viento abrió de golpe la ventana, lo que hizo que su vecino volviese la mirada y atrapase a Maureen otra vez curioseando. A ella del susto se le cayó batido por la camisa y corrió a cambiarse viendo como su vecino le echaba una pícara sonrisa.

El día pasó sin más sustos para Maureen, y mientras pulsaba el botón del ascensor pensando en ese relax en el sofá que tanto deseaba, una mano impidió que las puertas se cerrasen.

Su madurito vecino entró en el ascensor. Ella quería morirse de la vergüenza y soltó un tímido saludo, apenas imperceptible.

En lo que pareció un viaje inacabable, llegaron a su planta y mientras las puertas se abrían, su vecino le susurró al oído:

-Quizás deberías dejar de mirar y pasar a la acción-.

Maureen salió como una exhalación y entró en su casa cerrando la puerta, y apoyándose en ella, intentó asimilar lo que había escuchado. Un intenso calor que se hizo incontrolable, le subió de pies a cabeza; tan incontrolable que se fue directamente a la ducha a relajarse.

Aquella noche no dejó de darle vueltas a la frase; pero a pesar de cómo estaba la relación con su marido en ese momento y de los baches que habían sufrido, nunca jamás le había engañado ni era algo que se le hubiese pasado remotamente por la cabeza.

A la mañana siguiente, mientras se vestía, observaba a su marido roncando en la cama, quien en vez de acariciarla y darle un beso cuando se levantaba, ya sólo esperaba que lo hiciese y así le quedaría más espacio para él.

Apenas pudo concentrarse en su trabajo ese día, así que decidió volver andando a casa. Tan solo le quedaban unos cinco minutos de camino, cuando una tormenta típica de verano se desató, y Maureen corrió para llegar a su refugio. Una vez en el portal, vio que estaba empapada y su blusa blanca transparentaba, dejando ver su bonito sujetador de encaje.

Corrió al ascensor que estaba a punto de cerrarse, entró de lado como pudo y del impulso tropezó con alguien que ya estaba dentro. Cuando alzó la vista, no se lo podía creer: su vecino sexy le había amparado el golpe.

-Podrías resfriarte si no te quitas esa ropa mojada. Yo podría ayudarte-.

Maureen se giró y no dijo palabra, pero podía oír su respiración y sentir su aliento en la nuca. Su corazón se aceleraba por segundos.

Al salir del ascensor, cada uno se fue por su lado, pero cuando Maureen se disponía a meter la llave en la puerta, se quedó quieta unos segundos, y dándose la vuelta, corrió hacia él.

Sus labios se fundieron en un fogoso beso que parecía interminable. Él abrió la puerta y la llevó del brazo a su dormitorio, donde a ella lo primero que le llamó la atención fue el espejo en el techo.

Comenzó a desnudarla lentamente, acariciando todo su cuerpo con las manos mientras la besaba en todas sus zonas erógenas, que eran un volcán en erupción. Le arrulló que estuviese tranquila y que disfrutase.

Los dos ya desnudos en la cama se unieron en uno solo, complaciéndose como si no hubiese nada más en el mundo. Maureen gozó y gimió de placer, y al terminar sintió que una parte de ella había renacido.

Antes de levantarse, le volvió a besar con pasión, deseando que no acabase aquel momento.

Cuando se disponía a salir hacia su casa, vio unas apetitosas manzanas rojas en la cocina y cogió una.

Cerrando la puerta, la mordió lascivamente, pensando mientras el jugo le resbalaba por el labio, cuándo sería su próximo encuentro.

Relato participante en la I Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana»

 

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