Me llamó mi marido para decirme que iba a pasarse su hermano por casa a por uno de sus trajes. Por lo visto le habían llamado para una entrevista de trabajo y no tenía ningún traje así, que le propuso prestarle uno de los suyos.

Alberto y yo siempre nos habíamos llevado bien y teníamos mucha confianza. Solíamos bromear mucho el uno con el otro en las reuniones familiares e incluso una Nochevieja que ya estábamos algo achispados al darnos el beso después de las campanadas acerqué en exceso mis labios a la comisura de los suyos con la intención de ponerle algo nervioso. Pero por supuesto las bromas y los coqueteos inocentes no habían ido nunca más allá.

Le acompañe a nuestro dormitorio y abrí el armario para que viera los trajes y le ayude a escoger uno. Salí de la habitación para que se lo probara y volví cuando me llamó. La verdad es que le quedaba fenomenal, incluso mejor que a mi marido, pues aunque él es más alto, Alberto es más fuerte y robusto.
—Te queda fenomenal, aunque un poco largo. Espera, te cojo un poco el bajo.
—No importa. No le vas a estropear el traje a Juan. Así está bien.

—¿Cómo vas a ir así a la entrevista? No se lo estropeo. Te cojo el bajo con alfileres y luego solo lo hilvano, sin cortar ni coser. Cuando vuelvas de la entrevista solo hay que tirar del hilván y queda como antes.
—Ah, bueno, en ese caso…

Saqué la caja de costuras y me arrodillé a sus pies con los alfileres para ir sujetando el bajo a la altura correcta, pero al levantarme, toqué accidentalmente con mi mejilla su entrepierna. Fue un instante y yo apenas noté nada, pero al incorporarme del todo lo noté turbado y me di cuenta de que se había excitado. A través del pantalón se notaba que su miembro había crecido sin poder evitarlo. Afortunadamente el calzoncillo lo mantenía bien sujeto, pero podía ver el bulto desplegado horizontalmente hacia su derecha. Hice como que no lo había visto y me volví a la caja de costura para dejar los alfileres que me habían sobrado mientras le decía:
—Bueno, quítatelo y te lo hilvano.

Juro que evidentemente me refería a que se lo quitara cuando yo volviera a salir de la habitación, pero bien porque estaba nervioso y no se o porque lo pensó intencionadamente y quiso provocarme, el caso es que cuando me volví estaba quitándose el pantalón y quedándose en calzoncillos.

A través del bóxer blanco podía ver claramente ahora su erección y cómo se dibujaba con claridad la forma de su pene, incluyendo el relieve de su glande y confieso que me excitó y me puse bastante nerviosa. Me senté en la cama y él hizo lo mismo a mi lado. Empecé a hilvanar el pantalón intentando no mirar de nuevo, aunque no podía evitarlo y me costó acertar con el hilo en el ojo de la aguja pues no daba pie con bola. Pensé que aquella erección no podía durar mucho y tarde o temprano iría desinflándose, pero, a la misma vez, pensé que no quería que desapareciera porque me gustaba verla y que lo que más me apetecía en ese momento era tocarla. Pero claro, eso no iba a suceder, me decía, porque eso sería dar un paso hacia el abismo, y yo no quería despeñarme. Sin embargo, se me ocurrió una idea, una idea muy muy mala.

Dejé intencionadamente un alfiler clavado en la pernera derecha a unos diez centímetros de la rodilla.
—Venga, póntelo.

Se puso de pie y la erección seguía ahí. Se empezó a vestir y, como sospechaba, al meter la pierna derecha pegó un grito y yo aproveché mi oportunidad.

—¡Ay! Perdona, me he debido dejar un alfiler. —Y sin pensarlo, metí la mano por el pantalón sin abrochar con la intención de buscar el alfiler, pero a la misma vez que deslizaba la mano por su pierna extendí el dedo pulgar de forma que lo pase acariciando suavemente y como por accidente su pene hasta acabar en el glande. Noté el escalofrío que lo recorrió y mientras sacaba el alfiler temí por un momento que eyaculará ahí mismo. Se abrochó el pantalón y aunque trabándose la lengua me dijo que estaba perfecto y que se tenía que marchar porque llegaba tarde a la entrevista. Se puso los zapatos, le deseé mucha suerte con un beso inocente en la mejilla y se marchó.

Confieso que después de cerrar la puerta tuve que darme una ducha y dejar que el agua hiciera lo que me hubiera gustado que él hiciera. Pero eso no podía ser. Nunca había engañado a mi marido y mucho menos lo iba a hacer con su hermano. Solo había sido un jugueteo sin mayor importancia.
Al día siguiente me llamó muy contento. Le habían dado el trabajo.

—Tus manos son una maravilla —Se refería a que había arreglado muy bien el pantalón, claro—. Me has traído suerte.
—¡Qué alegría!

—Por cierto, como empiezo en un par de días, me he comprado un traje. ¿Te importaría que pasara esta tarde para que me lo arreglaras también?

Y entonces, antes de contestar, supe que si decía que sí esta vez no iba a necesitar alfileres para ese arreglo.

Relato participante en la II Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana».

 

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