De pie, fumando un cigarrillo, esperaba en una esquina. Precisaba de poco para ocupar aquel lugar. Una minifalda y un corpiño incapaz de contener sus formas componían el grueso de su vestuario, a los que se sumaban como únicos complementos una peluca con toques azulados y un bolsito de mano. Abajo, unos tacones infinitos remataban su breve atuendo.

Entre calada y calada el sol se ocultó rápido tras los edificios que la rodeaban. Tenía un poco de frío. Mientras se reajustaba el corpiño, un coche se detuvo a sus pies. La ventanilla se deslizó suavemente hasta mostrar a un hombre de mediana edad oculto por unas gafas de espejo. Sonriente, la miro de arriba a abajo, y sin decir más la largó un billete de cien euros.

¡

Joder!, por ese dinero se merecía algo especial, pensó. Además, no estaba nada mal, y ese traje de ejecutivo perfectamente planchado la ponía, así que no se hizo esperar. Un instante después se sentó a su lado, y deslizó la mano bajo los pantalones de aquel hombretón. Parecía tener toda la sangre concentrada ahí abajo, estaba ardiendo. Sonrió pícara mientras subía y bajaba la mano rítmicamente. Deseaba comérsela, pero cuando la rozó con los labios para su sorpresa él la apartó:

“No tengas prisa guapa, hoy es un día especial. Mi casa está muy cerca, y me apetece algo diferente. No sé, algo muy guarro que me puedas enseñar. Soy muy buen discípulo y aprendo rápido. Le dijo instantes antes de arrancar”.

Hacía tiempo que él no sentía aquello, le hervía la sangre. Antes de traspasar el umbral de su apartamento ya le había bajado el corpiño, dejándola las tetas al aire. Eran enormes y asombrosamente firmes. No tardó en mordisquear y succionar los rígidos pezones, multiplicando su deseo. Había recreado aquel momento un millar de veces y comprado un par de botes de natas para la ocasión. Quería embadurnarla de arriba abajo y comérsela enterita. Especialmente ese coñito que imaginaba totalmente depilado y muy muy húmedo. Pero, ¡joder!, no sabía si iba a llegar al frigorífico. En realidad, la nata ya le daba igual. Tenía la polla a punto de estallar, solo quería voltearla y follársela, follársela, follársela como a una perra. Era en lo único en lo que podía pensar…

Ella también estaba muy excitada, y por extraño que pudiera parecer le gustaba, le gustaba y mucho. Aunque era de las que toman la iniciativa, esta vez se había dejado hacer. Le sentía duro detrás de ella, ambos de pie, avanzando a trompicones por el pasillo de la casa.

Te voy a chupar este pollón hasta dejártelo como un tasajo, le espetó ella. No vas a arrepentirte cariño, me voy a tragar todo hasta que escupas la última …”.

Justo en ese momento, antes de terminar la frase, empezó a sonar el móvil de él. Ya lo había hecho unos minutos atrás, cuando subían en el ascensor, aunque lo habían ignorado. Querían disfrutar del momento, nunca antes habían tenido una experiencia semejante y querían rematarla con nata o sin nata. La noche se prometía larga y muy intensa.

“A la mierda”, murmuró el hombre, mientras hacía por apagar torpemente el maldito teléfono y arrojarlo sobre el sofá ¿Pero?, ¡no podía ser!, unos instantes después empezó a sonar otro politono. La musiquita procedía del bolsito de ella, que vibraba persistente sobre la alfombra de la entrada.

Tras unos instantes de duda, a la chica le pudo la curiosidad y finalmente lo recogió del suelo para descolgar. Al otro lado del hilo reconoció la voz carrasposa de su interlocutor. Tras un breve intercambio de preguntas y respuestas colgó apresurada. Nerviosa, al tiempo que se recolocaba la peluca, miró a su cariacontecido y expectante amante, para decirle:

No me vas a creer Antonio, es tu padre, por lo visto te ha llamado varias veces. Dice que el niño ha metido la cabeza en el enrejado del balcón y que no puede sacarla, le ha cogido las orejas a contrapelo. Así no remontamos, para una noche romántica que planeamos… Este hijo nuestro va a acabar con nuestro matrimonio…”.

Relato participante en la I Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana»

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