La cabeza le bullía como una olla a presión, cargada de ideas que zumbaban como una lluvia de estrellas en agosto. El corazón le bombeaba a toda potencia y las oleadas de tensión atravesaban todos sus músculos. No llegaba una bocanada de oxígeno a sus pulmones. Verle le cortaba la respiración…. Y él lo sabía.

Era una noche estrellada y de luna llena. No le había dicho donde iban pero a ella le daba igual. Sólo quería estar con él. Sentir su piel. Notar su aliento. Saborear su boca. Su colonia impregnaba el interior del coche y ella disfrutaba con ello. La noche era cálida y podría haber abierto la ventanilla del coche. Oler la hierba de los campos. La tierra caliente. Pero ella prefería el olor de calor de su piel.

Pararon en un lugar perdido de los mapas. Un campo cualquiera. Ella bajo del coche y respiro hondo. Inundaron sus fosas nasales miles de sensaciones que se dejaron sentir en su piel con un escalofrío. El había sacado una caja del maletero que llevaba escondida bajo una manta y trajinaba con ella a su espalda mientras ella observaba la luna. Luna llena. Tan brillante que no hacía falta más luz que la suya.

Absorta en sus pensamientos no se dio cuenta de que él se acercaba hasta que sintió sus brazos en su cintura y sus labios en su cuello. Un beso suave. Dulce. Lento. Tan delicioso como el agua caliente de una ducha un día de invierno. Ese agua caliente que recorre poco a poco todo tu cuerpo y que ella deseaba en ese momento que fuese de besos.

“En que piensas?” pregunto con esa voz salida del paraíso de su boca. Susurrada en su oído mientras su lengua recorría su oreja.

“En ti” respondió ella mientras dejaba reposar su cabeza contra su pecho y sentía sus manos jugar por debajo de su blusa haciendo cosquillas en su ombligo.

“Ven. Tengo algo para ti” dijo mientras la daba la vuelta y buscaba su boca. Su beso era fuego que hacía encender su cuerpo. Apretada contra su cuerpo no podía imaginar que más pudiese tener para ella que no tuviese ya.

Empezó a andar con su sombra proyectada sobre ella. Era una sombra recortada en la noche de la que solo destacaba la brasa brillante del cigarrillo, pero ella reconocería esa silueta en cualquier sitio. Dio una calada y la brasa refulgió brillante, como su piel bajo la luz de la luna cuando se desabrochó despacio la camisa. Sabía que eso la encantaba y sabía como jugar con sus ansias. Y pese a la falta de luz, ella sentía sus ojos clavados en ella.

Una gran manta de cuadros estaba extendida en el suelo de hierba irregular del terreno. Sobre ella, dos bocadillos de tortilla, una botella tumbada de plástico sin etiqueta y dos vasos de plástico.

“Tus deseos son órdenes, princesa…”

La ayudo a sentarse con galantería y ella se quito las botas y los calcetines. Le gustaba sentir el aire y la hierba jugando con sus pies. El se sentó a su lado y volvió a besarla. Su lengua lenta desesperaba sus sentidos y sus manos ansiaban recorrer su piel. Ella se quito sin abrir los ojos su blusa. El hizo lo propio con su camisa y la recostó. No había nada más delicioso que cenar su piel y beber su aliento. Su boca bajaba lenta por su cuello mientras sus manos se perdían por su cintura descendiendo hacia sus piernas o subiendo hacia su pecho. Le faltaban manos. Le faltaba aliento.

Sus respiraciones querían ser una. Sus cuerpos querían ser uno y los bocadillos no importaban. Importaban sus dedos jugando con el encaje de su ropa interior deslizándose por su piel y erizando sus pezones con el roce, sus piernas con el roce,… la luz de la luna hacia relucir la piel blanca de ella. Brillar el sudor moreno de su piel.

Sus lenguas tenían una batalla sin tregua en sus bocas. Sus manos no querían dejar centímetro de piel sin recorrer y la humedad de sus cuerpos se unía sin piedad al sudor de la cálida noche. El deseo que estaba escondido en algún rincón de su cerebro apareció como un caballo desbocado, deseando cabalgar hasta el amanecer por aquellos campos perdidos.

El se colocaba sobre ella. Ella sobre el. Mientras la lujuria aparecía a cuentagotas y luego en cascada, sus cuerpos se encajaban como piezas de un puzzle. Sus ojos solo estaban para ella y su boca suspiraba con su respiración mientras sentían como se estremecían, como se convulsionaban, como el placer los sacudía como olas del mar en plena tormenta. Como sus manos se colocaban en su espalda y la sujetaban mientras perdía su cabeza entre su pecho y mordía con delicadeza las cerezas maduras de sus pezones. Ella enroscaba las manos en su pelo y lo apretaba. No quería dejar de sentirlo así. Quería sentir el ansia de su aliento sobre su piel mientras entre sus piernas la fuerza de cada embestida los hacia volar.

Rendidos se dejaron caer sobre la manta. Ella intentaba respirar más despacio para recuperar el aliento perdido. El sonreía divertido mientras la miraba y veía su sonrisa descarada.

Cogió el vaso y la botella. Quería saborear aquel momento mientras la miraba. Acerco despacio el vaso a sus labios, pensando el dulce licor de su cuerpo que antes había saboreado. Ella se estaba incorporando y una risa juguetona estaba subiendo a sus labios. A el le cortaba el aliento ese cuerpo y esa sonrisa traviesa. El hipo vino a interrumpir el momento y el liquido del vaso cayo por su cuello desde la comisura de su boca bajando por su cuello y bajando por su pecho. Ella se reía de modo malvado y, despacio, empezó a lamer el vino desde su boca hacia abajo. El entonces también comenzó a reir y dejo que el vaso se vaciase con el mismo recorrido.

Volvía a comenzar la batalla.

Relato participante en la II Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana»

 

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