Sentada frente al ordenador, fijo la mirada en la foto de ese hombre atractivo que parece estar observándome. Contemplo su cabello negro y desordenado, sus pequeñas orejas, sus preciosos ojos verdes rebosantes de incontables pestañas, su mirada traviesa,… La mía desciende y se queda atrapada en sus labios; unos labios carnosos y delicados que me sonríen. Imagino entonces que estoy a su lado, sentada en un banco cualquiera de un parque solitario; él me habla de literatura con voz suave y, mientras lo hace, observa mis labios con ojos llenos de deseo. Un sutil aroma a cedro fresco procedente de su piel llega hasta mí y yo lo aspiro con disimulo mientras sus palabras revolotean por mi cabeza.

            Él detiene su disertación y, con ojos pícaros, se acerca y muerde mi labio inferior. Sin permiso, sin preámbulos. Lo sujeta entre sus dientes y estira de él con suavidad sin dejar de mirarme; retándome. Yo, como movida por un resorte, enredo mis manos en su precioso cabello y le invito a mi boca. Su lengua la invade sin pensárselo dos veces: rauda, eficiente, capaz, y se sincroniza con la mía en un baile perfecto, explorando el espacio sin perder el compás. Se conocen, se acarician, se fusionan y danzan en un delicioso e inesperado ritmo frenético que yo no puedo ni quiero evitar. Mi corazón se acelera, mi respiración se agita y una descarga eléctrica invade mis sentidos mientras alboroto con ansia su cabello y juego con mi lengua en su boca extasiada de placer.

            En el ardor de nuestro beso, él coloca una mano sobre mi hombro y me acerca a su cuerpo. El fino tirante de mi vestido veraniego cae sobre mi brazo descubriendo la parte superior de mi pecho. Un pecho que, durante más de diez años, ha estado reservado solo para mi esposo pero que, a la vista de este hombre nuevo, eriza la piel y endurece el pezón como queriendo atravesar la fina tela que lo cubre ante la insoportable espera de que su lengua llegue hasta él. El morenazo adivina mis pensamientos y dirige su lengua hacia mi anhelante pezón. Lo lame y lo chupa con avaricia mientras yo inclino la cabeza hacia atrás y me abandono a las sensaciones que recorren mi piel sin importarme ser vistos, con todas y cada una de las células de mi cuerpo excitadas como no puedo recordar.

            Sus manos descienden por mi espalda hasta mi trasero y sus dedos se clavan en mis muslos, muy cerca de las ingles. Pienso que va a acariciar mi húmedo y ávido sexo cuando me alza, ligera cual una mota de polvo, y me coloca a horcajadas sobre sus piernas sin dejar de chupar mi pezón. Yo siento la dureza de su sexo bajo mis bragas y comienzo sobre él un dulce y lento vaivén que él agradece apretando más mi cuerpo contra el suyo y mordiendo mi pezón con tanta fuerza que hasta casi me hace sentir dolor. Entonces, dominadora, estiro de su melena hacia atrás y le obligo a devolver su lengua a mi boca mientras él presiona con sus manos en mis glúteos acompasando nuestros movimientos de forma cada vez más rápida y salvaje. Él jadea, yo gimo. Y la apremiante necesidad de fundirnos en uno solo me obliga a susurrarle al oído: “te quiero dentro de mí”.

            Él me aferra con ambas manos alrededor del cuello y me mira tan intensamente que creo que me voy a derretir. Después desciende con suavidad una mano por mi pecho, mi costado, mi cadera, la desliza bajo la fina tela de mi vestido mientras yo contengo la respiración y la conduce por la parte interna de mi muslo hasta rozar la tela húmeda de mis bragas. Me estremezco; sin embargo, acto seguido noto que he perdido el contacto de su piel. Muevo mis caderas hacia su mano, pero él me la niega de nuevo, cabezota y juguetón, alargando la dulce y tensa espera unos segundos hasta que, por fin, sus hábiles dedos serpentean por mi muslo, se enredan en la tela de mis bragas y tiran de ella hasta romperlas con un chasquido que me hace vibrar. Después, con lentitud deliberada, desabrocha su bragueta mientras me mira fijamente a los ojos.

            Cuando su miembro erecto resplandece ante mí intento cabalgarlo. Sin embargo, él coloca una mano sobre mi torso y me lo impide. La otra mano la dirige hacia mi sexo y, sin dejar de mirarme, bordea con su dedo mi pequeño punto de placer completamente húmedo y dispuesto para él. Describe círculos mientras mi respiración se acelera y se convierte en jadeos, en gemidos. La humedad de mi sexo crece por él, solo para él, que introduce su dedo en mi cueva y mi cueva lo abraza, lo envuelve y le permite deslizarse por ella libre de pudor y remordimiento, disfrutando y acogiéndolo como si le perteneciera, como si conociera cada rincón, cada resquicio, hasta que el fuego que prende en mi vientre comienza a derramarse y las chispas estallan incendiándolo todo en un inmenso placer.

            Es entonces, y solo entonces, cuando me permito abrir los ojos y sonreír. Mis músculos se relajan, mi respiración se ralentiza y mi corazón recupera poco a poco su ritmo normal.

            Extraigo mis dedos del interior de mi vagina. Suspiro y sonrío de nuevo. Le sonrío a él mientras acaricio con mis dedos todavía húmedos su imagen en el ordenador, la que me ha proporcionado tan enorme placer.

            Un día de estos acabaré por decidirme y llamaré a Gleeden. Reuniré el valor suficiente para coger el teléfono, marcar el número de la página y solicitar sus servicios.

            Y todo lo que suceda a partir de ese momento ya no existirá solo en mi fértil imaginación.

Relato participante en la III Edición del Concurso de Relatos Eróticos «Muerde la Manzana»

También te gustará: El traje