Palacio de Versalles. Dormitorio de la Reina, 1774.

Mi “favorito” y yo atravesamos el pasillo que conducía hasta mi gabinete privado y al que se accedía a través de una pequeña puerta decorada con el mismo papel que el resto de la habitación, junto a la cama.

──No me siento cómoda con esta situación ──dije, mientras mi amante se despojaba de su ampuloso traje con premura. ──Los cortesanos murmuran. Se dice que tengo un favorito.
──Ese soy yo.

──No tiene gracia. El pueblo me odia desde el día en que pisé este palacio ──me lamenté.
──No se le puede reprochar, querida. Recuerda que mientras tú empolvas tus pelucas con harina, el pueblo se muere de hambre.

──No soy lo suficientemente buena ni para el pueblo, ni para mi amada madre, …ni para el rey.

──Sabes perfectamente que Su Majestad Cristianísima no es amante de las fiestas y los excesos ─espetó mi favorito. ──El Rey está demasiado ocupado reinando como para divertirse un poco
──Lo sé. Y es todo tan…
──… ¿aburrido?
──…frustrante. El rey y yo somos dos desconocidos, siempre ausente de mi lecho.
──Y, ¿qué vas a hacer para remediarlo?

──Nada ──respondí mientras observaba desde mi ventana el Trianón, mi adorado jardín. ──El Sol sale siempre por el este y se pone por el oeste. Los girasoles lo saben y siguen su rastro. Cuando se oculta el sol, vuelven a hacer ese recorrido en sentido contrario para esperar a que el sol salga al día siguiente. Así hasta que alcanzan la madurez. Entonces, mantienen fija la posición y mueren. Es fácil. Sólo tengo que limitarme a esperar a que el Sol se ponga por el este, un día tras otro.

──Yo estaba pensando en algo menos poético ──dijo mi amante mientras me besaba con delicadeza en el hombro, desde detrás, apartando hacia el otro lado mi pelo, con sumo cuidado. Subió despacio, beso a beso, por mi cuello hasta toparse con mi oreja. Empezó a jugar con el glóbulo de la oreja, acariciándolo con su nariz. Estaba fría pero no me importó. Sonreí pícaramente y levanté el hombro, temblorosa. Él también sonrió.

── ¿Se le permite anhelar el placer y el éxtasis a una mujer de mi categoría? ¿Se me permite simplemente hablar de ello?
──No he venido aquí a hablar.

A continuación, el juego se volvió más turbio cuando empezó a utilizar la lengua. Primero, por detrás de la oreja. Después, introduciéndola sin miramientos dentro de mi oído, penetrándome como si degustara el fondo de un tarro de miel, empapándome por dentro. Jamás pensé que algo así resultara tan erótico. Me tiró en el lecho y, manteniendo nuestras manos unidas, tensó sus fornidos brazos haciéndome extender mis extremidades en cruz como si me clavara en la cama. Levanté el pecho en un vano intento por zafarme, lo que me resultó excitante. Él se deleitó con la visión de mis senos desnudos. Entonces se lanzó en picado hacia un pezón, lamiéndolo con verdadera ansiedad, jugueteando con él, aspirando con los labios y soltando para volver a chupar con fruición, en un delirio de pasión. Los pelillos entrecortados de su barbilla me rozaron el pezón produciéndome un cierto escozor que me excitó aún más si cabe. Las propiedades curativas de la saliva me aliviaron. Y no me acabé de recuperar del envite cuando se lanzó a por el otro pezón. Misma dedicación. Viéndole ahí, como un niño enganchado a mis pechos, me sentí poderosa. Aunque él hacía todo el trabajo, sentía que yo controlaba la situación, que yo le controlaba a él.

Ejerció tal presión en mí que pude sentir toda su potencia viril bajo su faldón, luchando por salir. Aquello me resultó más excitante aún. En ese momento de sometimiento, mi favorito aprovechó para introducirme su lengua en la boca y hurgar en mi interior, acariciando mi paladar y produciéndome un cosquilleo que me erizó el bello; acompañando mi lengua de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, y vuelta a empezar. Apartó con sus potentes muslos mis piernas y presionó su ingle contra la mía, advirtiéndome de lo que me esperaba. Sentí su erección llamándome.

Estaba cercada por sus brazos. Le acaricié su velludo pecho para después bajar hasta la ingle y agarrarle con suavidad su miembro viril. Estaba duro como un mástil y con ayuda de algo de saliva descubrí su verga a punto de estallar. Mi favorito nubló los ojos y tensó su cuerpo. Se había abandonado a mis designios. Encogí las piernas y las crucé por detrás de su culo, apretándolo contra mí al tiempo que le bajaba el calzón, apremiándole a penetrarme con todas sus fuerzas. Gemí con los ojos nebulosos. Me zafé y le agarré la cabeza con las manos abiertas, dejando escapar los mechones de su pelo entre mis dedos y urgiéndole a besarme. Mientras escarbaba con su lengua en mi boca fui bajando las manos por su espalda, dibujando círculos invisibles con las uñas, hasta llegar a su culo y apretarlo con fuerza. Con cada nuevo envite sentía que me desgarraba las entrañas y me entregué a los deleites carnales con tal voracidad que me abrasé en placentera concupiscencia.

Cuando acabó, mi favorito tenía los ojos vidriosos y su rostro estaba desencajado por el placer. Finalmente, relajó todo su cuerpo y se apartó. Yo respiré profundamente y acaricié mi cuerpo desnudo, todavía bañado en su sudor. Me dejó, como suele decir la plebe, esa que adora vilipendiarme, “pagada además” (*muy satisfecha).
──Has estado increíble, María Antonieta.

──También tú, Luis. Pero, no sé si me apetece recrear esta farsa del “favorito”.

──Pero, funciona. No puedes si quiera negarte. Soy rey de Francia por voluntad de Dios. Todo sea por darle un heredero a la corona ──dijo el rey con desdén, al tiempo que abandonaba mis aposentos.

Yo me acerqué a la ventana y corrí las cortinas para dejar entrar los primeros rayos de luz de la mañana.
El Sol ya se había puesto por el este.