Solitaria en la noche

El traqueteo de unas maderas chirriando te despierta.

Unos golpes acompasados contra la pared, captan todo tu interés.

Unos ahogados gruñidos de esfuerzo, despiertan tu morbosa curiosidad.

Pero unos grititos de placer, simplemente joden.

Tú te enfadas. Sabes que lo que no te deja dormir no es el ruido, sino la envidia.

Te gustaría ser tú la que se está abriendo de piernas ante un bombeante cilindro de carne.

Te gustaría ser tú la que saborea sin parar ese embutido masculino mientras masajeas unos peludos y endurecidos testículos.

Te gustaría ser tú la que araña una espalda y muerde un cuello a causa del escozor que están provocando en tu entrepierna.

Pero no eres tú, es tu compañera de piso.

Lo que no envidias es la excitación y la humedad en las ingles. Nunca se envidia lo que se tiene.

Rabia. Rabia por no haber aceptado la invitación. Mientras tú has preferido descansar de un día de duro trabajo, tu compañera de piso se ha llevado el gato al agua (o la polla a la entrepierna, por lo que se ve).

Ni siquiera le has visto, pero estás convencida que es el mejor amante del mundo, con la polla más larga y gruesa que puede existir y que, además, la sabe usar como nadie que hayas conocido en tu triste vida.

La palabra «Dios» retumbando en las paredes contiguas te hacen replantear tu agnóstica existencia, mientras tu mano, muerta de frío, se dirige al lugar más caliente en kilómetros a la redonda, sin importarle lo que la Iglesia diga al respecto.

Sólo quieres apagar ese fuego que te reconcome las entrañas. Sólo quieres comprobar si estás tan mojada como crees. Sólo quieres sentir lo que ella siente. Sólo comprobarlo y luego, a dormir.

Notas un dedo cruzando el vello de tu pubis. De nuevo te dices a ti misma que sólo quieres mirar si estás muy mojada.

El incremento del ritmo de los golpes en la pared, dotan de vida propia a tus dedos que ya se han metido dentro de tus ropas. Definitivamente dejas lo de dormir para más tarde.

Los dedos siempre superan empíricamente, lo que la mente ha imaginado. El calor infinito los rodean mientras rozan el clítoris. Conocedores de tu cuerpo más que tú misma, saben que aún es pronto para eso. Con sigilo, bajan más, encontrando un hueco ansioso de ser llenado.

Convertidos en cuchillos al rojo vivo se hunden en la depilada mantequilla de tu entrepierna.

Arqueas la espalda un poquito.

Abres la boca levemente.

Cierras el esfínter para abrazar, con sincero amor de tus músculos vaginales, a esos útiles apéndices que Dios te ha dado.

A medida que el dedo te autopenetra, intentas ahogar el jadeo que nace en tu garganta, como si el interior de tu cuerpo tuviera que compensar lo que tus dedos han llenado.

Sólo lo intentas, no lo consigues.

El sexo está tan lleno de intenciones…

El jadeo va aumentando a medida que el dedo llega lo más hondo que puede, separando tus paredes, notando cada pliegue y untándose con su humedad.

Lo querrías mantener ahí toda la eternidad, mientras aprietas la palma contra el clítoris. Ahora mismo no encuentras explicación a no estar siempre así, con un dedo dentro de ti hasta cuando vas al trabajo, cuando vas a comer a casa de tus padres, cuando te vas a confesar, si lo hicieses…

El dedo entra y sale al ritmo de tus tonterías mentales, que así mismo, van al ritmo de los golpes en la pared.

Tu otra mano, envidiosa por naturaleza, empieza a buscar ocupaciones. Comienza por recoger tu camiseta hacia arriba, pasando sobre tu ombligo, el único agujero al que aún no has encontrado utilidad ni uso, recorriendo las costillas una a una a modo de cuenta atrás.

Contando costillas, el dedo medio se ha unido al índice dentro de tus entrañas.

Sabedores de tus dimensiones, los dedos se limitan a entrar y salir sin forzar. Los dos dedos colocados en paralelo te abren en canal, mientras la otra mano ya frota una de las tetas.

Grandes y suaves círculos despiertan a un adormecido botoncito carnoso que ya presiona sobre la palma de la mano.

Los golpes de la pared desaparecen tan de improviso como han comenzado.

Tirando de tu imaginación, ves al tío estirado boca arriba pidiendo un cambio de postura.

Accediendo a sus peticiones, te pones de cuclillas.

Separas las piernas imaginando un cuerpo caliente y peludo bajo tus pantorrillas.

Hasta notas el rítmico palpitar del alargado ser que descansa entre tus piernas.

Levantas la cabeza como debe estar haciendo ella, mirando al techo pero concentrada en tu entrepierna.

Te la imaginas a ella sobre él, con las piernas a ambos lados de su cuerpo.

Te la imaginas aferrando el miembro.

Te la imaginas levantando el culo y dirigiendo la verga hacia su vulva.

Te la imaginas moviendo la mano hasta acertar con el punto de acceso.

Te la imaginas cerrando los ojos y mordiéndose el labio superior para reprimir el exceso de excitación.

Te la imaginas bajando el culo…

Tu mano pasa por detrás de tu culo. Posas su dorso contra la cama y dejas tres de sus dedos rectos como estacas. La más perfecta imitación de una polla que puedes conseguir.

Sin dejar de frotar tus pechos, aflojas las piernas hasta notar tus labios mayores separándose en una gran sonrisa vertical. Antes que la sonrisa se convierta en carcajada, vuelves a subir.

Y bajas.

Y jadeas.

Y subes.

Y respiras.

Y bajas.

Y bajas.

Y gritas, levantando la cabeza como debe estar haciendo ella.

Grito tu nombre todo lo fuerte que puedo.

Ella grita el nombre de él.

Los golpes de al lado han dejado paso a un «ñec-ñec» de colchón maltratado. Está claro el cambio de dirección de la follada: del «Adelante-atrás», han pasado a un «arriba-abajo».

Te la imaginas aferrada a él, pasando las manos por sus perfectos músculos pectorales.

Te la imaginas desbocada como una amazona cabalgando un caballo fuera de control.

Te la imaginas con su pelo danzando sin orden ni compás, las tetas subiendo y bajando libremente.

Te la imaginas apretando llegar al suelo con su culo y al cielo con su orgasmo.

Te pido que aprietes más.

Quiero sentir lo que ella siente

Te pido que llegues más al fondo.

Quiero gritar como ella grita.

Te pido que quiero sentir tu capullo presionar bajo mis pulmones.

Sientes las tetas bambolear como las de ella, sin freno ni control, y con los pezones mareados con tanto vaivén.

Cierras las piernas como debe estar haciendo ella, aprisionando al intruso vaginal. Mueves el culo de adelante a atrás sobre sus muslos, consiguiendo frotar nuevas partes de tu interior.

El ruido cesa en la otra habitación.

Mi cama sigue gimiendo, y más cuando dejo caer todo mi peso sobre la mano, sintiendo los dedos perfectamente, entrando casi, hasta los nudillos.

Vuelvo a gritar al sentirlos como se separan en mi interior forzando mi cuello uterino.

Un grito respondido desde la habitación de al lado.

Tu morbosa curiosidad te hace parar.

(continuará…)

Iria Ferrari

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